Reseña

Creo que transcurría 1965 ó 1966 cuando la conocí. Alta, delgada, morena, de ojos serenos y alegres, con su corte de cabello al estilo "Príncipe Valiente" - aunque sin flequillo trabajaba en un departamento hospitalario capitalino. "Ah, sí: la Yolandita escribe". Más de algún o de alguna conocidos me lo había dicho con ese tono peculiar de quien evoca a una extraña pieza de colección, de una chiquilla que, dejada de la mano de Dios, reclama absoluta piedad. Aquello me urticó. Nunca los artistas me inspiraron lástima. Tampoco me
parecieron especímenes museográficos. "Son iguales a nosotros, en esencia; pero superiores en potencia", me había dicho, en su momento, uno de mis antepasados. Y crecí con esa convicción. Por eso, cuando fui a verla y llegué tembloroso a su escritorio, lo que me hacía
peso, en verdad, era el enorme respeto. Estudió trabajo social, en aquella escuela qüe fundaron en El Salvador unas chilenas exigentísimas. Estuvo en varios lugares, péro sobre todo en el departamento de trabajo social del Hospital Rosales.
La gente busca sus libros. Solo de 'Corazón ladino' se han vendido ¡más de treinta mil ejemplares! ¡Imagínese!" Pecaría yo al decir que desde aquel primer encuentro con Yolanda Martínez establecimos una amistad de té y café. Pero he ido viendo su camino.
Cuando la conocí, solo había publicado cuentos y una primera novela: "Sus fríos ojos azules". Luego vendrían "Corazón ladino", "Veinte cartas neuróticas desde Alabama", "A la zaga", "Quédate con nosotros" y "El corazón es una casa muy grande" . "¡Mire, usté, a mí
lo que no me cuadra es que tanto que se habla hoy de 'las mujeres en las letras', se piensa solo en aquellas que tienen un gran marketing, como se dice; y se dejan en el tintero casos como el de ella! Pero el tiempo y los lectores son los mejores jueces. ¡Esos no perdonan! Y
a mí se me hace que, calladita y todo, Yolanda va dejando obra y le va ganando ya la batalla al olvido. ¿O me va a decir que no?