Morir en 1821
(y sobrevivir para contarlo en el siglo XXIII)
Vladimir Amaya tiene una máquina del tiempo. Sus portales de entrada están donde han permanecido desde siempre: en una piedra que rueda sobre el paisaje, en unos cuadros olvidados, en un archivo, en una hemeroteca, en un viejo documental, en una esquina olvidada de la ciudad, en las decoraciones de su salón de clases (fuente del imaginario de nación de su niñez), en su cuaderno escolar de sus doce años.